lunes, 27 de abril de 2009

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Los primeros dioses

Los más antiguos mexicanos creían en un dios llamado Tonacatecuhtli, quien tuvo cuatro hijos con su mujer Tonacacihuatl.

El mayor nació todo colorado y lo llamaron Tlatlauhqui. El segundo nació negro y lo llamaron Tezcatlipoca. El tercero fue Quetzalcóatl.

El más pequeño nació sin carne, con los puros huesos, y así permaneció durante seis siglos. Como era zurdo lo llamaron Huitzilopochtli. Los mexicanos lo consideraron un dios principal por ser el dios de la guerra.

Según nuestros antepasados, después de seiscientos años de su nacimiento, estos cuatros dioses se reunieron para determinar lo que debían hacer.

Acordaron crear el fuego y medio sol. pero como estaba incompleto no relumbraba mucho. Luego crearon a un hombre y a una mujer y los mandaron a labrar la tierra. A ella también le ordenaron hilar y tejer, y le dieron algunos granos de maíz para que con ellos pudiera adivinar y curar.

De este hombre y de esta mujer nacieron los macehuales, que fueron la gente trabajadora del pueblo.

Los dioses también hicieron los días y los repartieron en dieciocho meses de veinte días cada uno. De ese modo el año tenía trescientos sesenta días.

Después de los días formaron el infierno, los cielos y el agua. En el agua dieron vida a un caimán y de él hicieron la tierra. Entonces crearon al dios y a la diosa del agua, para que enviaran a la tierra las lluevias buenas y las malas.

Y así fue como dicen que los dioses hicieron la vida.

La casa del trueno

Cuentan los viejos que entre Totomoxtle y Coatzintlali existía una caverna en cuyo interior los antiguos sacerdotes habían levantado un templo dedicado al Dios del Trueno, de la lluvia y de las aguas de los ríos.

Eran tiempos lejanos en los que aún no llegaban los hispanos ni las portentosas razas, conocidas hoy como Totonacas, que poblaron el lugar que después llamaron Totonacan.

Y siete sacerdotes se reunían cada tiempo en que era menester cultivar la tierra y sembrar las semillas y cosechar los frutos, siete veces invocaban a las deidades de esos tiempos y gritaban entonaban cánticos a los cuatro vientos o sea hacia los cuatro puntos cardinales, porque según las cuentas esotéricas de esos sacerdotes, cuatro por siete eran 28 y veintiocho días componen el ciclo lunar.

Esos viejos sacerdotes hacían sonar el gran tambor del trueno y arrastraban cueros secos de los animales por todo el ámbito de la caverna y lanzaban flechas encendidas al cielo. Y poco después atronaban el espacio furiosos truenos y los relámpagos cegaban a los animales de la selva y a las especies acuáticas que moraban en los ríos.

Llovía a torrentes y la tempestad rugía sobre la cueva durante muchos días y muchas noches y había veces en que los ríos Huitizilac y el de las mariposas, Papaloapan, se desbordaban cubriendo de agua y limo las riberas y causando inmensos desastres. Y cuanto más arrastraban los cueros mayor era el ruido que producían los torrentes y cuanto más se golpeaba el
gran tambor ceremonial, mayor era el ruido de los truenos cuanto más relámpagos significaba mayor número de flechas incendiarias.

Pasaron los siglos...

Y un día arribaron al lugar grupos de gentes ataviadas de un modo singular, trayendo consigo otras costumbres, y otras leyes y otras religiones.

Se decían venidos de otras tierras allende el gran mar de turquesas (Golfo de México) y tanto hombres, como mujeres y niños, tenían la característica de estar siempre sonriendo como si fueran los seres más
felices de la tierra y tal vez esa alegría se debía a que después de haber sufrido mil penurias en las aguas borrascosas de un mar en convulsión habían
por fin llegado a las costas tropicales, donde había de todo, así frutos como animales de caza, agua y clima hermoso.

Se asentaron en ese lugar al que dieron por nombre, en su lengua Totonacan y ellos mismos se dijeron totonacas.

Pero los sacerdotes, los siete sacerdotes de la caverna del trueno no estuvieron conformes con aquella invasión de los extranjeros que traían consigo una gran cultura y se fueron a la cueva a producir truenos,
relámpagos, rayos y lluvias y torrenciales aguaceros con el fin de amendrentarlos.

Llovió mucho y durante varios días y sus noches, hasta que alguien se dio cuenta de que esas tempestades las provocaban los siete hechiceros, los siete sacerdotes de la caverna de los truenos.

No siendo amigos de la violencia, los totonacas los embarcaron en un pequeño bajel y dotándoles de provisiones y agua los lanzaron al mar de las turquesas en donde se perdieron para siempre.

Pero ahora era preciso dominar a esos dioses del trueno y de las lluvias para evitar el desastre del pueblo totonaca recién asentado y para el efecto se reunieron los sabios y los sacerdotes y gentes principales y decidieron que nada podría hacerse contra esas fuerzas que hoy llamamos sencillamente naturales y que sería mejor rendirles culto y pleitesía,
adorar a esos dioses y rogarles fueran magnánimos con ese pueblo que acababa de escapar de un monstruoso desastre.

Y en ese mismo lugar en donde había el templo y la caverna y se ejercía el culto al Dios del trueno, los totonacas u hombres sonrientes levantaron el asombroso templo del Tajín, que en su propia lengua quiere decir lugar de las tempestades. Y no sólo se rindió culto al Dios del Trueno sino que se le imploró durante 365 días, como número de nichos tiene este
monumento invocando el buen tiempo en cierta época del año y la lluvia, cuando es menester fertilizar las sementeras.

Hoy se levanta este maravilloso templo conocido en todo el mundo como pirámide o templo de El Tajín en donde curiosamente parecen generarse las tempestades y los truenos y las lluvias torrenciales.

Así nació la pirámide de El Tajín, levantada con veneración y respeto al Dios del Trueno, adorado por aquellas gentes que vivieron mucho antes de la llegada de los extranjeros, cuando el mundo parecía comenzar a existir.

La leyenda del maíz

La leyenda del maíz

Cuentan que antes de la llegada de Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y animales que cazaban.

No tenían maíz, pues este cereal tan alimenticio para ellos, estaba escondido detrás de las montañas.

Los antiguos dioses intentaron separar las montañas con su colosal fuerza pero no lo lograron.

Los aztecas fueron a plantearle este problema a Quetzalcóatl.

-Yo se los traeré- les respondió el dios.

Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en separar las montañas con su fuerza, sino que empleó su astucia.

Se transformó en una hormiga negra y acompañado de una hormiga roja, marchó a las montañas.

El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl las superó, pensando solamente en su pueblo y sus necesidades de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no se dio por vencido ante el cansancio y las dificultades.

Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz, y como estaba trasformado en hormiga, tomó un grano maduro entre sus mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar entregó el prometido grano de maíz a los hambrientos indígenas.

Los aztecas plantaron la semilla. Obtuvieron así el maíz que desde entonces sembraron y cosecharon.

El preciado grano, aumentó sus riquezas, y se volvieron más fuertes, construyeron ciudades, palacios, templos...Y desde entonces vivieron felices.

Y a partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, el dios que les trajo el maíz.

Nota: El significado del nombre Quetzalcóatl es Serpiente Emplumada.

viernes, 24 de abril de 2009

miércoles, 22 de abril de 2009